domingo, 29 de noviembre de 2009

Lo simple y lo complejo

El desafío que nos plantea la lucha contra la pobreza en sus diversas manifestaciones, desde la desnutrición, el analfabetismo y las grandes enfermedades, hasta los obstáculos para acceder a sociedades verdaderamente libres y democráticas, nos llevan permanentemente a cuestionar la pertinencia y el alcance de las medidas que se adoptan para procurar una solución viable y efectiva.

El problema es estructural, decimos, y debido a esa convicción nos embarcamos en el diseño de propuestas y estructuras que sean lo suficientemente complejas para que alcancemos a soñar con que un día habremos encontrado, por fin, una solución definitiva.

Muchas veces se cree que la pobreza es un problema esencialmente político que se debe “delegar” a las instancias correspondientes, que sean capaces de generar mecanismos universales y sistemáticos para proveer la atención debida. El comentario del profesor Oscar Rodríguez, de la Universidad Nacional de Colombia, sugiere algo de eso:

La solución de la cuestión social es responsabilidad exclusiva del Estado, aunque en algunos momentos de la historia haya sido objeto de acciones particulares. La lucha contra la pobreza llevó al surgimiento de sociedades filantrópicas, de sociedades mutuales, del sindicalismo e hizo parte de la forma como el sector privado del siglo XIX instituyó una política social sin mayor injerencia del Estado (…) este fue el espacio propicio para desarrollar la caridad cristiana. (1)

Hoy ya no nos es suficiente la acción particular de los Estados: apelamos a las grandes “decisiones mundiales”, hasta el punto que se promueve el compromiso con los Objetivos del Milenio, aunque no nos queda completamente claro cómo es que los vamos a alcanzar.

Sin embargo, resuena en nuestras conciencias la pregunta sobre la esencia real de la cuestión y en qué medida se puede atender únicamente con estructuras técnicas y racionales situaciones que tienen importante fundamentos morales y subjetivos, y se llega a eximir a los individuos de su compromiso personal con sus semejantes, en razón de una excesiva confianza en la magnitud o la idoneidad de las prácticas adoptadas.

No importa qué tan sofisticados lleguen a ser nuestros sistemas administrativos, qué tan eficientes sean los esquemas de recaudo y redistribución tributaria, o qué tan alineadas estén las estrategias corporativas con una cierta mentalidad “socialmente responsable”; siempre queda el riesgo de un nuevo error, de la voluntad de emplear el poder a favor de intereses particulares, de aprovechar una ventaja de mercado en perjuicio de actores “menos competitivos”; queda latente la desventaja de los que no tienen voz, capacidad de acción o criterio para tomar una decisión. Es el riesgo que entraña el encuentro de dos grandes realidades humanas: la libertad y la fragilidad.

Llega un momento en que todos los aparatos burocráticos son insuficientes para explicar por qué alguien se niega a auxiliar a otro, aunque tenga los medios para hacerlo; o, en sentido contrario, por qué en tantas ocasiones basta con una sonrisa para mitigar la sed espiritual de tantas formas de soledad. Es lo que señala Alberto Ferrucci, en alusión a una propuesta de desarrollo en torno a la comunidad y la comunión:

La razón tiene límites que, especialmente en ciertas circunstancias, emergen con gran evidencia. Esto tiene que ver con el hecho de que muchas deudas intelectuales no pueden ser saldadas de manera satisfactoria. Justamente por eso, la mente, en su esfuerzo de poner a la par en todas partes la deuda y el servicio, deja abierta la perspectiva del corazón, si el corazón es el lugar del sentimiento, en el sentido fuerte de la disposición de ánimo, es decir, el lugar del amor. El amor interviene en el momento en el cual se advierte que la razón no alcanza para dar lo debido a todos aquellos de los cuales se ha obtenido. El fundamento de la cultura del dar no puede estar solamente en un acto de la razón, por más que sea necesario. Hace falta que la cultura del dar encuentre su plena realización en el corazón. (2)

Hay una historia -real- que ilustra de forma magistral esta paradoja de nuestra existencia. El protagonista es Víktor Frankl, psiquiatra austríaco que fue prisionero de los campos de concentración nazis y que, después de haber ayudado a muchos compañeros suyos a encontrar un sentido a su existencia en medio de la miseria de sus condiciones, tuvo un día en sus manos la posibilidad de la fuga, con la colaboración del Dr. Bela, médico húngaro. El relato es de Rafael de Los Ríos:

“Cuando Víktor entró en el barracón, reunió todas sus posesiones: un cuenco, dos guantes rotos –heredados de un paciente muerto de tifus- y unos cuantos recortes de papel con signos taquigráficos, en los que había empezado a reconstruir El médico y el alma (la obra que había escrito cuando fue internado en el campo de concentración). Pasó una vista rápida a todos sus pacientes, que yacían sobre tablones a ambos lados del barracón.

Aunque tenía que guardar en secreto la intención de escapar, Víktor mostraba cierto nerviosismo, y uno de aquéllos pacientes –nacido en Viena-, cuya vida se empeñaba inútilmente en salvar, le preguntó:

-¿Te vas tú también?

-¿A dónde voy a ir? –negó Víktor.

Pero, tras la ronda de enfermos, volvió junto a su compatriota. Observó su mirada desesperada y sintió como una especie de acusación. De pronto, decidió mandar en su destino:
-No me voy a ir de ninguna de las maneras –le aseguró.

Salió corriendo del barracón y llegó hasta donde se encontraba el doctor Bela.

-Lo siento de veras –le dijo Víktor-, pero no voy a irme contigo.

-¿Por qué has cambiado de opinión? –inquirió el médico húngaro.

-Porque no puedo, ni debo, abandonar a mis enfermos. Prefiero quedarme con mis pacientes. Es todo, querido Bela.

-¡Pero ni siquiera sabes lo que te traerán los próximos días!

- Lo que Dios quiera –contestó Víktor sonriendo abiertamente-. Por eso me ha desaparecido el remordimiento que tenía de dejarlos ahí tirados, delirando sobre los tablones podridos. Y por eso tengo ahora una gran paz interior, como nunca antes he sentido.

-Pues ¿sabes lo que te digo? –El doctor Bela también sonrió-. Que nos quedamos los dos… (3)
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(1) Oscar Rodríguez, “Economía institucional, corriente principal y heterodoxia”, En: Revista de Economía Institucional, No. 4, 2001.
(2) Alberto Ferrucci, “Economía de Comunión: los desafíos del 2000”, En: Economía de Comunión. Una nueva cultura. Ciudad Nueva, Buenos Aires, 2006.
(3) Rafael de Los Ríos, Cuando el mundo gira enamorado. Semblanza de Víktor Frankl, Rialp, Madrid, 2004.









jueves, 19 de noviembre de 2009

Los grupos de interés: relaciones políticas

A mi juicio, la responsabilidad social tiene hoy en día tres grandes pilares: la fundamentación ética, la contribución a los Objetivos del Milenio y las relaciones con los grupos de interés.
Quisiera centrarme en este último punto.

Se busca que la empresa identifique cuáles son sus grupos de interés y determine qué beneficios les puede proporcionar. Las personas de mentalidad más avanzada proponen que dichos beneficios se construyan conjuntamente, dado que no es una cuestión exclusiva de la empresa, ni todos los intereses de los grupos de interés son responsabilidad de una empresa determinada.

Pero lo que a mí me interesa del tema es su connotación política. El hecho de que se pone sobre la mesa el problema de los conflictos de interés, que suele entenderse un poco como un tabú, o como un asunto que se zanja con normas éticas.

Lo primero que habría que decir al respecto es que la empresa es también un grupo de interés (así lo reconoce el último borrador de la Guía ISO en la sección relativa a las relaciones con la comunidad). Significa que también la empresa busca algo de cada uno de sus interlocutores, más allá de las metas comerciales. También supone que hay unas relaciones de poder, según las cuales algunos actores tendrán mayor capacidad de influencia que otros.

Lo que no quiere decir es que dichos conflictos sean ilegítimos: no es ilegítimo que unos tengan más poder que otros; como no es ilegítimo que la empresa busque algún beneficio de sus relaciones con la comunidad o de sus estrategias de “mercadeo social”. Lo que no está bien es que las negociaciones se realicen por debajo de la mesa. Ese hacerlo de manera abierta y transparente es el ejercicio mismo de la política. Y lo que en última instancia confiere legitimidad al conjunto de relaciones es el hecho de que cada uno de los participantes sea consciente del compromiso que tiene con el bien común, más allá de las pretensiones particulares.

Cuando reconozcamos la legitimidad de los intereses particulares de los grupos de interés, nuestro pensamiento y nuestro diálogo partirán de paradigmas fundados en criterios éticos y transparentes; y en esa misma medida estaremos en condiciones de identificar, simultáneamente con los beneficios particulares, aquellos que contribuyen al bien común.

Una muestra de esta perspectiva la podemos ver en el modelo de las Cajas de Compensación Familiar. Allí se reúnen empleados y empleadores para proporcionar beneficios a las familias (el interés común) a partir de la definición de mecanismos que proporcionan a los particulares (empresas y colaboradores) lo que cada uno no podría conseguir individualmente.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Las relaciones entre el sector público y el privado

Las empresas que tienen una cierta influencia en la sociedad, ya sea por su visibilidad, por el volumen de sus operaciones o por el impacto en las comunidades vecinas, tradicionalmente han sostenido relaciones con entidades del gobierno, a nivel local, departamental o nacional.

Muchas veces esta clase de vínculos se relaciona con actividades de naturaleza política, y pueden tener un matiz negativo: se piensa en intereses, favores, privilegios, comisiones y, en última instancia, corrupción.

No obstante, no está mal que las empresas tengan intereses en el sector público. Lo que no conviene es que se administren por debajo de la mesa. Los intereses son legítimos y, por lo tanto, conviene manejar estas relaciones de forma abierta y transparente. Con eso también las entidades del gobierno pueden establecer diálogos con el sector privado para contribuir a la solución de las diferentes necesidades de las comunidades.

Por esta razón, necesitamos avanzar en la profesionalización de las relaciones entre el sector privado y el sector público; una muestra de ello la encontramos en las alianzas público-privadas. De la misma forma se pueden explorar nuevos caminos que contribuyan a una nueva visión de la colaboración entre sectores, en función de las necesidades de las poblaciones y de la posibilidad de generar proyectos que favorezcan al bien común.