domingo, 15 de diciembre de 2013

El tema no es Petro....

Un año después de haberse iniciado la investigación de la Procuraduría sobre la actuación del Gustavo Petro, algunos deciden rasgarse las vestiduras porque finalmente el Procurador lo destituyó, de la misma forma que lo ha hecho con tantos funcionarios públicos, independientemente de que sean o no de elección popular. Si les parecía tan ilegal la actuación del Procurador, ¿por qué no se manifestaron cuando se inició la investigación, o cuando destituyó a los otros gobernadores y alcaldes?

Lo curioso es que al Procurador lo acusan de actuar con intereses políticos y religiosos, pero no han podido tumbarle sus decisiones con argumentos jurídicos... ¿Será que sus detractores han estudiado menos? Por otro lado, ¿cuál es la implicación penal de la actuación del Procurador, para que tenga que intervenir  el fiscal...?

Yo lo que pienso, sin ser experto en temas políticos, es que Petro es un aliado muy importante del Presidente, como para que acepten semejante gol en plena época preelectoral. Y claro, como por estos días los principales medios de comunicación están a favor del Presidente, pues no va a ser fácil conocer con objetividad el pulso de la opinión pública frente al tema.

Es obvio que Petro tiene todo el derecho al pataleo legal y político del que sea capaz, pero si finalmente queda en firme la decisión de la Procuraduría, esperamos que tenga la altura para aceptar la decisión y dé un paso al costado, cualquiera que sea el término de la inhabilidad que se le imponga.

Lo que me parece realmente grave de toda esta situación, y que realmente muestra la crisis de institucionalidad que estamos viviendo, es que en este país la participación legítima de los ciudadanos vale más o menos lo que costó el papel para recogerlas. Se nos olvida que más de 600.000 ciudadanos participamos en la recolección de firmas para la revocatoria del mandato, pero hasta el momento eso no ha tenido ningún peso de cara a la obligación que tenía el Registrador de convocar el Referendo.

En cambio, el Señor Alcalde si obliga a todos los funcionarios de la Alcaldía, más los que logrará traer de otros rincones del país, para que hagan escándalo en la Plaza de Bolívar, y eso sí se considera una legítima manifestación política... ¿Cuántos suman los cupos de la Plaza de Bolívar? ¿Realmente pueden equipararse a la acción ciudadana de plasmar nombre, firma y cédula para manifestar su parecer según los mecanismos legítimamente establecidos en la Ley? Lo mismo pasó cuando se recogieron más de cinco millones de firmas contra el aborto, y el Congreso se las pasó por la faja en una sola sesión de la Comisión respectiva.

La verdad es que los ciudadanos tenemos una posición muy cómoda al respecto. Con todo lo legítimas que sean las firmas, estamos demasiado acostumbrados a no movernos de nuestro lugar cuando se trata de hacer valer los verdaderos derechos, no los que se inventan cada cierto tiempo ciertos grupos con intereses oscuros, aunque muy claros.

Por cuenta de esta inactividad, lo que ha prevalecido en esta ciudad es que unos cuantos, que se dicen "indignados", bloqueen las vías y el transporte público las veces que se les dé la gana y manifiesten su total superioridad moral frente a los gobernantes de turno y con eso tienen para hacer elegir al que sepa gritar más duro, que fue exactamente lo que sucedió con la votación que eligió a Petro. A nadie le importó si sabía gobernar.

Al final, si Petro se va o no, no será tan grave, si de verdad seguimos confiando en que sea algún funcionario con principios radicales el que tome las decisiones que deberíamos hacer valer los ciudadanos. El Gobierno de Petro ha sido un desastre y lo que sucedió con las basuras fue una vergüenza de talla mundial para los bogotanos, que ahora quieren reducir a un asunto de rivalidades políticas.

Al Procurador muy poco le importan las encuestas y las presiones de los gobernantes de turno, de manera que él seguirá con lo suyo; él verá si actúa con sujeción a la Ley. Lo importante es que los bogotanos aprendamos la lección y asumamos las responsabilidades políticas que tenemos como ciudadanos.

jueves, 29 de marzo de 2012

En defensa de la mujer


Pilar tiene veintiséis años; una hija –Érica-, de cuatro, y un empleo como operadora de un call center, en una empresa cuya política de responsabilidad social consiste en apoyar a mujeres cabeza de familia. Vive con su madre –mujer joven-, que le ayuda con el cuidado de Érica. Hace un gran esfuerzo por ahorrar para completar sus estudios universitarios, aunque siente el costo que eso le significa en el tiempo que deja de ofrecer a su nena. Obviamente, pensar en el futuro suyo, de su hija y su madre, la estimula a seguir adelante. Los planes que se anuncian desde la Alta Consejería para la Equidad de la Mujer le producen una cierta combinación de optimismo y escepticismo.

La historia es inventada, pero no es artificial. Todos sabemos que el parecido con la realidad no es pura coincidencia.  Ante esto, la primera pregunta que uno se hace cuando se habla de la equidad de la mujer es: si conocemos tantas historias como la de Pilar, que nos hablan de la fortaleza y capacidad de entrega de la mujer, ¿por qué se le considera un grupo vulnerable? (¡Más de la mitad de la población!) Otra pregunta depende de alguien más, el gran ausente: el hombre. Tanto el padre de Pilar como el de Érica. Eso ayuda a contestar la primera ¿frente a quién se busca la equidad, si en la campaña por proteger a la mujer, cada vez se prescinde más del hombre? Como si el Estado tuviera que asumir ese rol.

Hay muchas cosas que no se ven con el prisma de los valores contemporáneos. La primera es que llevamos décadas eximiendo sistemáticamente a los hombres de la responsabilidad que les cabe en la construcción de una sociedad estable y equilibrada, y promovemos la equidad estimulando la resignación en las mujeres: en lugar de invitarlas a que exijan a los hombre el compromiso que les corresponde, las hemos llevado a una situación que las aleja de la vida familiar, al tiempo que las sume en una espiral de pobreza, representada en la dificultad que tiene Pilar para sacar adelante su carrera, porque debe multiplicarse en tareas en las que debería colaborarle el padre de la niña. En consecuencia, sufren un detrimento en su calidad de vida la madre, la hija y la abuela. Los académicos dirían que nos hace falta una visión sistémica de la sociedad.

Las campañas que, con la mejor intención, se organizan para proteger a las madres cabeza de hogar,  acaban por perjudicarlas a ellas y a sus niños, que terminan pasando más tiempo en manos de terceros. Se sabe que muchas mujeres prefieren conservar su soltería porque temen perder la estabilidad del empleo que les conceden por ser cabeza de hogar. Nos hemos olvidado de la Constitución, que dice que los niños tienen derecho a una familia (Art. 44). El problema de la droga depende menos del mercado que de la estructura familiar.

Tampoco vemos que, por proteger a la mujer, terminamos equiparando las uniones de hecho con el matrimonio formal; pero al mismo tiempo tenemos un cierto afán por hacer de dicha unión un contrato desechable. ¿Quién se perjudica más? En realidad los dos, tanto el hombre como la mujer; pero todavía muchos creen que el hombre es más libre cuando se desentiende de lo suyo, hasta el punto que su libertad lo lleva a darle a cada hijo una madre diferente. ¿Y qué diremos del problema de las violaciones que se pretende contrarrestar con el aborto? ¿Qué se ha hecho para frenarlas, para entender la raíz del fenómeno? ¿Qué orientación hay para superar el problema sin necesidad de abortar? ¿Qué servicios se les ofrecen luego de la violación y del aborto, ahora que deben afrontar dos traumas tan dramáticos en tan corto tiempo? 

Si queremos velar realmente por la equidad de la mujer, tenemos que entender primero en qué somos iguales y por qué somos diferentes. La mejor manera de salvaguardar nuestra común dignidad es reconocer nuestra complementariedad, y mirar de nuevo a la institución que mejor resguarda las necesidades de la persona en la intimidad: la familia. 

El riesgo y el consumo


Un amigo me recomendó un artículo de la revista Vanity Fair de enero, en la que se analiza el estancamiento de las formas artísticas y culturales en Estados Unidos durante los últimos veinte años (Yousay you want a devolution?). El autor sugiere que –con honrosas excepciones- la moda, los vehículos, los cantantes o las películas presentan el mismo patrón de diseño desde la década del noventa. De acuerdo con esto, si hoy viéramos a una persona vestida al estilo de los noventa, no nos parecería desactualizada o desadaptada, contrario a lo que sucede cuando vemos nuestras fotos de los sesentas o setentas.

El autor –Kurt Andersen- encuentra en este fenómeno dos grandes paradojas: la primera, el afán del ciudadano promedio estadounidense por mostrar su autenticidad, lo cual termina por reflejarse en la cultura del consumo en la que, en realidad, todos buscan lo mismo. La segunda, relacionada con la anterior, consiste en que la industria de consumo masivo busca estabilidad y predictibilidad para poder conservar sus niveles de producción. En consecuencia, se afecta la innovación.

Las políticas públicas juegan un papel muy importante en todo este comportamiento: vemos cómo entre los tomadores de decisiones, columnistas y académicos aún se discute la vieja disyuntiva entre intervención estatal y libre mercado, históricamente simbolizada por la disputa entre Keynes y Hayek. Pero no hemos tomado nota de la crítica de algunos filósofos al respecto, los cuales dicen que en realidad no hay mayor diferencia entre uno y otro, porque ambos se basan en una cultura materialista de consumo. Tal vez porque son filósofos no se les presta mucha atención. En su obra sobre el interés, la ocupación y el dinero, Keynes sostiene que el consumo es la finalidad última de un sistema económico. ¿Realmente es así? A continuación algunas consideraciones.

Si nos pensamos como consumidores antes que como empresarios, tendemos a la homogeneidad, porque el motor del sistema no es tanto la producción y disfrute de los bienes cuanto el afán de emulación de patrones sociales. Con esto se desestimula el riesgo, que es condición sine qua non del emprendimiento, porque si me concentro exclusivamente en garantizar mi bien-estar, lo primero que busco es proteger mi patrimonio, invirtiéndolo en papeles y no en el sector real. Así es como surgen las burbujas especulativas, mientras la economía cae en un estancamiento crónico porque es mucho más dispendioso echar a andar el encadenamiento propio del aparato productivo que generar una oferta de papeles en el mercado secundario.

En estos términos, el riesgo de la innovación en el sector real no reside tanto en el mercado como en la necesidad de encadenamiento: de nada sirve la producción de partes para vehículos si no se cuenta con el proceso de ensamble. En otras palabras, para que un sistema de innovación sea efectivo no sólo es necesario incentivar la producción científica sino la disponibilidad de toda una cadena de valor, y sabemos que en una economía altamente especializada un mismo operador no produce ambas cosas: el riesgo lo debe tomar más de un agente.

¿Estamos diseñando políticas públicas que favorezcan la asunción de riesgos y proporcionen a los emprendedores mecanismos para recuperarse de los errores? ¿Se ha tenido en cuenta este factor en el diseño de la política de emprendimiento? ¿Tiene dicha política el mismo peso que la destinada a atraer inversión extranjera, dirigida sobre todo a los sectores primarios de la economía? ¿Qué implicaciones tiene esto en un país en el que más del 80% del empleo proviene de la iniciativa de micro, pequeños y medianos empresarios?


¿Qué papel juega el encargado de la política pública para sacar a los agentes institucionales y de mercado de sus posiciones de comodidad, de modo que realmente se decidan a innovar? El artículo de Andersen constituye una importante alarma también para el caso colombiano, al momento de pensar en la Enfermedad Holandesa, o en eso que paradójicamente hoy llaman “la maldición de los recursos”. 

miércoles, 14 de marzo de 2012

El Quimbo y el desarrollo


En Colombia ha sido noticia el conflicto entre comunidades, empresa y autoridades, por la desviación del Río Magdalena, con el propósito de construir una represa. Todos conocemos los inconvenientes que trae a una comunidad el desplazamiento a una nueva región. Sin embargo, el problema no es exclusivo de las zonas rurales. Los proyectos de transporte masivo suelen acarrear esos mismos inconvenientes, y los beneficios que proporcione el proyecto no necesariamente disminuyen la incomodidad de la situación. No es simplemente un problema logístico, sino de desarraigo. Tampoco hace falta un análisis minucioso para entender los beneficios de una nueva represa. La diferencia es grande respecto de otros proyectos, como el minero que se asocian más fácilmente a intereses económicos particulares y a problemas de contaminación.

Las denuncias que se han presentado por parte del gobierno y la compañía constructora, en el sentido de que no todos los líderes de las protestas eran vecinos afectados, sino estudiantes y dirigentes  sociales de otras regiones, no le resta legitimidad al reclamo. Sabemos que se trata de un problema político, en el que se afectan los intereses de múltiples grupos, mientras otros buscan réditos personales para futuras elecciones. Pero no podemos desconocer que en el fondo hay un problema de comunicaciones. Si las empresas suelen ser las víctimas de las campañas mediáticas de quienes se oponen a los grandes proyectos de infraestructura, puede ser porque van a la zaga de los desarrollos en comunicaciones masivas y comunitarias. Tal vez sea el momento de revisar la política de bajo perfil que ha caracterizado a las grandes corporaciones, debida en buena parte a la mala fama que llevan a cuestas, debido a impactos sobre  comunidades y  medio ambiente en el pasado.

La realidad es que estos proyectos no son de interés exclusivo de las compañías. Si las máquinas están allí y se produce la desviación del río, es porque hay todo un plan de desarrollo avalado y promovido por el Estado, que le da legitimidad política y social a este esfuerzo. No tiene sentido que sigamos polarizando el desarrollo entre ambientalistas y capitalistas, como si los beneficios estuvieran divididos en función de posiciones ideológicas.

La capacidad que tengan las compañías de comunicarse con los múltiples grupos de interés, incluida la opinión pública, es decisiva para pasar la página en esta historia de desencuentros entre el progreso y la comunidad. Para ello, es necesario superar la estrategia de comunicaciones centrada en mostrar niños y mujeres felices y hábitats amigables. Si estamos dispuestos a defender el desarrollo, es porque sus beneficios son reales para los diferentes grupos de interés. Nadie ha dicho que los impactos son inocuos, pero eso no hace que la relación de costo beneficio sea negativa.

Tenemos que madurar, pues, el enfoque de comunicaciones corporativas en la materia, partiendo de la base de que las relaciones entre grupos de interés no es exclusivamente un problema de responsabilidad social, sino un asunto público, en el que muchos beneficiados tienen algo que decir a favor de dichos proyectos.

jueves, 15 de diciembre de 2011

No más secuestrados


Es verdad, es triste que hayan muerto tantos colombianos como fruto del secuestro para que uno se sienta removido por una situación tan atroz. No es que no nos lo hubiéramos cuestionado antes, sino que hay dramas frente a los que nos sentimos impotentes, y eso llega a convertirse en un narcótico; como si, con el tiempo, se aceptara con cierta resignación.

Estamos terminando el año de los indignados, en el que muchas organizaciones en el país se valieron de esa consigna para realizar grandes manifestaciones a lo largo de los días para presionar al Estado a que gestione cambios a favor de sus intereses, y eso es legítimo; por eso, algo similar debería inventarse para hacerle sentir a la guerrilla que es la sociedad entera la que repudia el secuestro. Es obvio que no tenemos los mecanismos para bloquear a la guerrilla de la forma como se entorpece la vida de una ciudad para presionar un cambio, pero no quiere decir que no puedan idearse. Lo que necesitamos es una presión moral, mucho más que una estrategia militar o política.

Yo no soy experto, pero no creo que en las actuales condiciones los secuestrados sean una carta de la guerrilla para buscar un canje. Tampoco deberían ser parte de las exigencias del gobierno para buscar una negociación política. Me parece que los alcances políticos que tiene la guerrilla con personajes como Piedad Córdoba o Hugo Chávez hacen que cualquier proceso de negociación se alargue indefinidamente, independientemente de las bajas a los cabecillas.

Esto no puede seguir siendo un asunto entre el gobierno y la guerrilla. Es la sociedad civil la que debe transmitir un mensaje a la guerrilla: este no es más un asunto del conflicto colombiano. No pretendo cuestionar la obligación que tiene el Estado de procurar la liberación de estas personas, pero no podemos desconocer el contexto que enmarca ese propósito. Para una persona que lleva tantos años secuestrada, el riesgo no puede ser más el de morir por cuenta de una falla táctica. Si la responsabilidad de liberar a los secuestrados es del Estado, entonces el Estado somos todos y tenemos que entender qué significa eso y de qué manera el gobierno queda, de alguna manera, subordinado a la responsabilidad de los ciudadanos, porque los ciudadanos quedamos obligados a comprometernos.

Lo que está en juego, aparte de la libertad de los secuestrados, es la fortaleza y la cohesión de nuestras instituciones cívicas, de nuestros cuerpos intermedios. No se trata de organizar marchas, pero sí de convocar a las fuerzas institucionales de la sociedad (diferentes de los poderes tradicionales) para que transmitan un mensaje claro y contundente a la guerrilla: los secuestrados no son una estrategia de la guerra. No importa cuáles sean las razones: los derechos humanos, los crímenes de lesa humanidad, el tiempo que llevan en cautiverio, el dolor de sus familiares, o todas las anteriores, el mensaje es uno: exigimos su liberación. Estamos en la era de las comunicaciones y ya hay iniciativas en ese sentido (www.colombiasoyyo.org). Hay que proponer otras. Es perfectamente posible.

jueves, 4 de agosto de 2011

Un Ministerio de Desarrollo Empresarial

La Central Unitaria de Trabajadores, de Colombia, espera que el nuevo Ministerio de Trabajo se encargue de velar por la seguridad social del trabajador, custodie el respeto a los derechos laborales y las garantías a las libertades sindicales. En otras palabras, que haya una buena estructura de defensa frente a eventuales discrepancias con los empresarios. Como decía un analista recientemente, el despacho del trabajo termina por convertirse en una inspección de garantías. Es curioso que en estos casos se escuche menos la voz de los empresarios que las de los sindicatos; pareciera una verdad de Perogrullo que las relaciones entre unos y otros están marcadas por el antagonismo.

Sabemos que ciertas mentalidades inversionistas ven en los trabajadores un costo antes que una oportunidad de crecimiento; de hecho los textos clásicos de economía establecen que los factores tradicionales de producción son la tierra el trabajo y el capital. No se ha reflexionado suficientemente sobre la injusticia que supone poner a las personas (trabajo) al mismo nivel de la tierra o el capital: es la instrumentalización formal del ser humano al servicio de intereses particulares. La ética, en cambio, enseña que las personas son un fin en sí mismo, y las empresas un medio para servir a los propósitos personales y del bien común.

Como consecuencia de este desconocimiento, las ideologías socialista y comunista propiciaron la generalización de un ambiente de confrontación, en detrimento de la dinámica misma de la empresa y el desarrollo. Las leyes de seguridad social reflejan esta mentalidad precisamente porque recogen la historia de las relaciones laborales, marcadas por la fragmentación en facciones de las organizaciones y las comunidades.  Pensemos en el SENA: queda adscrito al Ministerio del Trabajo, pero quienes mejor conocen las competencias que requieren sus estudiantes para un adecuado desempeño laboral son los empresarios, sin mencionar que el ente que regula cualquier otra institución de formación técnica en el país, es la cartera de Educación.

No se trata de desconocer el complejo entramado de intereses y conflictos que marca las relaciones laborales; lo que pasa es que la visión del gobierno en la materia determina la dirección de la política de estado y la estructura burocrática que la soporte; por eso hoy se habla de alianzas público-privadas. Aunque parezca una utopía, conviene revisar el paradigma imperante. Nadie ha dicho que la gestión pública no pueda inspirarse en las teorías actuales de Management: aquello del trabajo en equipo, la motivación, la capacitación, la carrera profesional, etc. Por ejemplo, los costos y los pleitos laborales se reducirían significativamente si la ley estimulara la participación de los colaboradores en los resultados de la empresa -lo mismo cuando se gana que cuando se pierde-, que no necesariamente significa asociatividad cooperativa; eso se puede hacer mediante descuentos tributarios o parafiscales. También se reducirían los traumatismos propios de los grandes recortes si los contratos de trabajo promovieran la generación de escuelas de emprendimiento, orientadas al fortalecimiento de las cadenas de valor.

Lo que yo haría sería fusionar el ministerio naciente con el de Industria, Comercio y Turismo. Las lluvias de ideas son gratis. Aunque eso suponga toda una batalla campal en un comienzo; es la misma que ya se vive en otros escenarios. La Comisión de Concertación Laboral debería llamarse Equipo de Desarrollo Empresarial, y su tema principal de discusión no debería ser el salario mínimo, que al final se impone por decreto, sino las exigencias del mercado, las necesidades de formación profesional, misiones de comercio exterior, etc.

Un principio rector del desarrollo sostiene que la sociedad es la primera responsable de sus problemas y soluciones, en cabeza de los diferentes grupos de interés involucrados; resulta muy útil al momento de definir modelos novedosos de política pública y cooperación entre las partes.

domingo, 14 de noviembre de 2010

Lecciones no aprendidas

No hemos aprendido la lección. Es relativamente fácil desentenderse: dado que el problema es intergeneracional, lo más probable es que quienes toman las decisiones hoy no tengan que asumir las consecuencias cuando se presenten los déficits y los reclamos correspondientes.

Me refiero al problema de Seguridad Social. Acabamos de presenciar el amotinamiento popular que enfrentó Francia en reacción a los decretos que se vio obligado a promulgar el Parlamento; mientras tanto, en Colombia se aprobó una Ley que establece la esterilización quirúrgica gratuita, es decir, con cargo a los impuestos de todos los colombianos. De acuerdo con este precedente, ¿debería ser gratuito también el tratamiento para el VIH o el cáncer? ¿No acaba de colapsar el sistema de salud por medidas de esta naturaleza? Lo más curioso es que el tema apenas se mencionó en los medios de comunicación.

Según cifras del DANE, en 1985 había en Colombia 6,86 personas entre los cero y los 20 años por cada individuo mayor de sesenta. Para 2005 esa cifra había pasado a 4,58, una reducción de más del 33% en la proporción entre menores de edad y adultos mayores; esto, sin mencionar el número de desempleados que no pueden cotizar para alimentar el sistema pensional.

El eje del problema es el mismo: los modelos contemporáneos de seguridad social exigen la participación solidaria de las generaciones entrantes en el sostenimiento de quienes se pensionan; sin embargo, la Población Económicamente Activa en la mayoría de los países no alcanza a sostener a los que van abandonando el aparato productivo.  No se entiende cómo ciertas corrientes sostienen  aún la teoría de la superpoblación cuando el mundo entero presencia el colapso del Estado Benefactor, precisamente por la desproporción entre el incremento en la esperanza de vida y los niveles de consumo, comparado con el número de personas que aportan al régimen. La obsesión por garantizar una serie de derechos individuales de reciente creación, que ni siquiera están consagrados en la Constitución, lleva a muchos a desconocer las implicaciones macroeconómicas y de largo plazo de las decisiones tomadas.

Hay una cultura de temor al arribo a las nuevas generaciones, básicamente porque no se entienden como tales, sino como cargas. Los hijos se convirtieron en un derecho individual (ni siquiera familiar); en consecuencia, en las sociedades de consumo los niños ya no son bienvenidos sino deseados (o no deseados). Se han vuelto un elemento más de la canasta de consumo, con la diferencia de que ellos en algún momento pasan a ser también sujetos de derechos (y de conflictos, bajo esta perspectiva).
Lo que no se observa es que la idea de responsabilidad no aparece por ninguna parte, aunque son caras de la misma moneda: derechos y deberes. No se habla de la responsabilidad de formar nuevos ciudadanos, ni de la de contribuir al sistema de seguridad social. Lo que es más paradójico: defendemos el medio ambiente para que lo puedan aprovechar las nuevas generaciones, pero nos da miedo verlas llegar.

Promovemos las innovaciones tecnológicas pero desconfiamos del sujeto capaz de proveerlas. Una nueva vida humana –la única verdadera novedad, según decía Hannah Arendt- supone un riesgo muy alto, y en nuestras sociedades los riesgos se calculan en función de tasas de retorno per capita, no de la espiral virtuosa de promesas que se deriva de una mente innovadora.

Eso guarda una relación directa con el desarrollo empresarial: la base del crecimiento es la actividad empresarial, pero la condición sine qua non de la empresa es el riesgo. Muchos pretenden ignorar esa realidad delegando al “Estado Social de Derecho” y a una cierta concepción de la “Responsabilidad Social”, la tarea que sólo puede concretarse en el trabajo conjunto de la población, organizado en unidades productivas y de servicio.

Correr el riesgo que supone la bienvenida a las nuevas generaciones significa creer en la capacidad de innovación de las personas, siempre que se entiendan éstas como sujeto de derechos y deberes; hombres y mujeres capaces de encontrar oportunidades y soluciones aún en las circunstancias más adversas, tal como lo demostró Chile hace unos días.


Pero para lograrlo hay que entrar por la puerta estrecha; hace falta aceptar los sacrificios propios de la vida familiar y comunitaria