sábado, 6 de febrero de 2010

Haití, o la solidaridad extraordinaria

Juan Pablo II decía que el sufrimiento ajeno es la oportunidad que tenemos para aprender a ser solidarios. Lo acabamos de vivir con la tragedia de Haití. Ante situaciones tan dramáticas parece que se frenara en seco la inercia cotidiana y se dispararan los resortes de la solidaridad social. Por unos días el mundo parece reunido en torno a una causa común. Ante la tragedia todos quisiéramos aportar un grano de arena.


Pero llegó un momento en que se restringió la recepción de aportes en especie y se pidió que únicamente se hicieran donaciones en efectivo. Entonces la solidaridad quedó al alcance de los que tenían posibilidades económicas. Son las reglas de la solidaridad extraordinaria.

Los muertos serán enterrados; los enfermos atendidos; los edificios reconstruidos, y tal vez hasta se proporcione un nuevo diseño a la ciudad; con el tiempo, se dará vuelta a esta página de la historia. Pero las condiciones crónicas de la pobreza de Haití muy probablemente persistirán, tal como sucede en nuestras propias sociedades.

Todos sabemos que el drama de Haití no se inició con el terremoto: la gravedad de la situación se debe en parte a que nos vamos acostumbrando a la miseria generalizada de un pueblo, enraizada en factores de orden moral, político, económico, etc.. Es como si hubiera sido necesario un desastre natural para que el planeta volviera por unos instantes la mirada a este país; entonces recordamos que, en buena medida, la magnitud del problema se debe al abandono crónico de sus gentes.

Sin embargo, también la solidaridad ordinaria tiene un término: las donaciones económicas pueden volverse asistencialistas. El límite no está tanto en la capacidad del que quiere ayudar, cuanto en la complejidad del problema, en razón de la mayor o menor posibilidad que tenga “la víctima” de tomar parte en la solución: no se pueden asumir las responsabilidades de los otros.

Llega un momento en que nos preguntamos si, además de ofrecer una oración, podríamos hacer algo más por los que sufren, especialmente si los padecimientos son espirituales más que materiales; si las carencias se deben a vicios propios más que a condiciones externas. De hecho, deberíamos cuestionarnos si en determinadas circunstancias no tendrá mayor impacto una oración que un aporte material. En ese caso la solidaridad queda al alcance de todos. Alguien dijo: “más que en dar, la caridad está en comprender”.