jueves, 29 de marzo de 2012

En defensa de la mujer


Pilar tiene veintiséis años; una hija –Érica-, de cuatro, y un empleo como operadora de un call center, en una empresa cuya política de responsabilidad social consiste en apoyar a mujeres cabeza de familia. Vive con su madre –mujer joven-, que le ayuda con el cuidado de Érica. Hace un gran esfuerzo por ahorrar para completar sus estudios universitarios, aunque siente el costo que eso le significa en el tiempo que deja de ofrecer a su nena. Obviamente, pensar en el futuro suyo, de su hija y su madre, la estimula a seguir adelante. Los planes que se anuncian desde la Alta Consejería para la Equidad de la Mujer le producen una cierta combinación de optimismo y escepticismo.

La historia es inventada, pero no es artificial. Todos sabemos que el parecido con la realidad no es pura coincidencia.  Ante esto, la primera pregunta que uno se hace cuando se habla de la equidad de la mujer es: si conocemos tantas historias como la de Pilar, que nos hablan de la fortaleza y capacidad de entrega de la mujer, ¿por qué se le considera un grupo vulnerable? (¡Más de la mitad de la población!) Otra pregunta depende de alguien más, el gran ausente: el hombre. Tanto el padre de Pilar como el de Érica. Eso ayuda a contestar la primera ¿frente a quién se busca la equidad, si en la campaña por proteger a la mujer, cada vez se prescinde más del hombre? Como si el Estado tuviera que asumir ese rol.

Hay muchas cosas que no se ven con el prisma de los valores contemporáneos. La primera es que llevamos décadas eximiendo sistemáticamente a los hombres de la responsabilidad que les cabe en la construcción de una sociedad estable y equilibrada, y promovemos la equidad estimulando la resignación en las mujeres: en lugar de invitarlas a que exijan a los hombre el compromiso que les corresponde, las hemos llevado a una situación que las aleja de la vida familiar, al tiempo que las sume en una espiral de pobreza, representada en la dificultad que tiene Pilar para sacar adelante su carrera, porque debe multiplicarse en tareas en las que debería colaborarle el padre de la niña. En consecuencia, sufren un detrimento en su calidad de vida la madre, la hija y la abuela. Los académicos dirían que nos hace falta una visión sistémica de la sociedad.

Las campañas que, con la mejor intención, se organizan para proteger a las madres cabeza de hogar,  acaban por perjudicarlas a ellas y a sus niños, que terminan pasando más tiempo en manos de terceros. Se sabe que muchas mujeres prefieren conservar su soltería porque temen perder la estabilidad del empleo que les conceden por ser cabeza de hogar. Nos hemos olvidado de la Constitución, que dice que los niños tienen derecho a una familia (Art. 44). El problema de la droga depende menos del mercado que de la estructura familiar.

Tampoco vemos que, por proteger a la mujer, terminamos equiparando las uniones de hecho con el matrimonio formal; pero al mismo tiempo tenemos un cierto afán por hacer de dicha unión un contrato desechable. ¿Quién se perjudica más? En realidad los dos, tanto el hombre como la mujer; pero todavía muchos creen que el hombre es más libre cuando se desentiende de lo suyo, hasta el punto que su libertad lo lleva a darle a cada hijo una madre diferente. ¿Y qué diremos del problema de las violaciones que se pretende contrarrestar con el aborto? ¿Qué se ha hecho para frenarlas, para entender la raíz del fenómeno? ¿Qué orientación hay para superar el problema sin necesidad de abortar? ¿Qué servicios se les ofrecen luego de la violación y del aborto, ahora que deben afrontar dos traumas tan dramáticos en tan corto tiempo? 

Si queremos velar realmente por la equidad de la mujer, tenemos que entender primero en qué somos iguales y por qué somos diferentes. La mejor manera de salvaguardar nuestra común dignidad es reconocer nuestra complementariedad, y mirar de nuevo a la institución que mejor resguarda las necesidades de la persona en la intimidad: la familia. 

El riesgo y el consumo


Un amigo me recomendó un artículo de la revista Vanity Fair de enero, en la que se analiza el estancamiento de las formas artísticas y culturales en Estados Unidos durante los últimos veinte años (Yousay you want a devolution?). El autor sugiere que –con honrosas excepciones- la moda, los vehículos, los cantantes o las películas presentan el mismo patrón de diseño desde la década del noventa. De acuerdo con esto, si hoy viéramos a una persona vestida al estilo de los noventa, no nos parecería desactualizada o desadaptada, contrario a lo que sucede cuando vemos nuestras fotos de los sesentas o setentas.

El autor –Kurt Andersen- encuentra en este fenómeno dos grandes paradojas: la primera, el afán del ciudadano promedio estadounidense por mostrar su autenticidad, lo cual termina por reflejarse en la cultura del consumo en la que, en realidad, todos buscan lo mismo. La segunda, relacionada con la anterior, consiste en que la industria de consumo masivo busca estabilidad y predictibilidad para poder conservar sus niveles de producción. En consecuencia, se afecta la innovación.

Las políticas públicas juegan un papel muy importante en todo este comportamiento: vemos cómo entre los tomadores de decisiones, columnistas y académicos aún se discute la vieja disyuntiva entre intervención estatal y libre mercado, históricamente simbolizada por la disputa entre Keynes y Hayek. Pero no hemos tomado nota de la crítica de algunos filósofos al respecto, los cuales dicen que en realidad no hay mayor diferencia entre uno y otro, porque ambos se basan en una cultura materialista de consumo. Tal vez porque son filósofos no se les presta mucha atención. En su obra sobre el interés, la ocupación y el dinero, Keynes sostiene que el consumo es la finalidad última de un sistema económico. ¿Realmente es así? A continuación algunas consideraciones.

Si nos pensamos como consumidores antes que como empresarios, tendemos a la homogeneidad, porque el motor del sistema no es tanto la producción y disfrute de los bienes cuanto el afán de emulación de patrones sociales. Con esto se desestimula el riesgo, que es condición sine qua non del emprendimiento, porque si me concentro exclusivamente en garantizar mi bien-estar, lo primero que busco es proteger mi patrimonio, invirtiéndolo en papeles y no en el sector real. Así es como surgen las burbujas especulativas, mientras la economía cae en un estancamiento crónico porque es mucho más dispendioso echar a andar el encadenamiento propio del aparato productivo que generar una oferta de papeles en el mercado secundario.

En estos términos, el riesgo de la innovación en el sector real no reside tanto en el mercado como en la necesidad de encadenamiento: de nada sirve la producción de partes para vehículos si no se cuenta con el proceso de ensamble. En otras palabras, para que un sistema de innovación sea efectivo no sólo es necesario incentivar la producción científica sino la disponibilidad de toda una cadena de valor, y sabemos que en una economía altamente especializada un mismo operador no produce ambas cosas: el riesgo lo debe tomar más de un agente.

¿Estamos diseñando políticas públicas que favorezcan la asunción de riesgos y proporcionen a los emprendedores mecanismos para recuperarse de los errores? ¿Se ha tenido en cuenta este factor en el diseño de la política de emprendimiento? ¿Tiene dicha política el mismo peso que la destinada a atraer inversión extranjera, dirigida sobre todo a los sectores primarios de la economía? ¿Qué implicaciones tiene esto en un país en el que más del 80% del empleo proviene de la iniciativa de micro, pequeños y medianos empresarios?


¿Qué papel juega el encargado de la política pública para sacar a los agentes institucionales y de mercado de sus posiciones de comodidad, de modo que realmente se decidan a innovar? El artículo de Andersen constituye una importante alarma también para el caso colombiano, al momento de pensar en la Enfermedad Holandesa, o en eso que paradójicamente hoy llaman “la maldición de los recursos”. 

miércoles, 14 de marzo de 2012

El Quimbo y el desarrollo


En Colombia ha sido noticia el conflicto entre comunidades, empresa y autoridades, por la desviación del Río Magdalena, con el propósito de construir una represa. Todos conocemos los inconvenientes que trae a una comunidad el desplazamiento a una nueva región. Sin embargo, el problema no es exclusivo de las zonas rurales. Los proyectos de transporte masivo suelen acarrear esos mismos inconvenientes, y los beneficios que proporcione el proyecto no necesariamente disminuyen la incomodidad de la situación. No es simplemente un problema logístico, sino de desarraigo. Tampoco hace falta un análisis minucioso para entender los beneficios de una nueva represa. La diferencia es grande respecto de otros proyectos, como el minero que se asocian más fácilmente a intereses económicos particulares y a problemas de contaminación.

Las denuncias que se han presentado por parte del gobierno y la compañía constructora, en el sentido de que no todos los líderes de las protestas eran vecinos afectados, sino estudiantes y dirigentes  sociales de otras regiones, no le resta legitimidad al reclamo. Sabemos que se trata de un problema político, en el que se afectan los intereses de múltiples grupos, mientras otros buscan réditos personales para futuras elecciones. Pero no podemos desconocer que en el fondo hay un problema de comunicaciones. Si las empresas suelen ser las víctimas de las campañas mediáticas de quienes se oponen a los grandes proyectos de infraestructura, puede ser porque van a la zaga de los desarrollos en comunicaciones masivas y comunitarias. Tal vez sea el momento de revisar la política de bajo perfil que ha caracterizado a las grandes corporaciones, debida en buena parte a la mala fama que llevan a cuestas, debido a impactos sobre  comunidades y  medio ambiente en el pasado.

La realidad es que estos proyectos no son de interés exclusivo de las compañías. Si las máquinas están allí y se produce la desviación del río, es porque hay todo un plan de desarrollo avalado y promovido por el Estado, que le da legitimidad política y social a este esfuerzo. No tiene sentido que sigamos polarizando el desarrollo entre ambientalistas y capitalistas, como si los beneficios estuvieran divididos en función de posiciones ideológicas.

La capacidad que tengan las compañías de comunicarse con los múltiples grupos de interés, incluida la opinión pública, es decisiva para pasar la página en esta historia de desencuentros entre el progreso y la comunidad. Para ello, es necesario superar la estrategia de comunicaciones centrada en mostrar niños y mujeres felices y hábitats amigables. Si estamos dispuestos a defender el desarrollo, es porque sus beneficios son reales para los diferentes grupos de interés. Nadie ha dicho que los impactos son inocuos, pero eso no hace que la relación de costo beneficio sea negativa.

Tenemos que madurar, pues, el enfoque de comunicaciones corporativas en la materia, partiendo de la base de que las relaciones entre grupos de interés no es exclusivamente un problema de responsabilidad social, sino un asunto público, en el que muchos beneficiados tienen algo que decir a favor de dichos proyectos.