Pilar tiene veintiséis años; una
hija –Érica-, de cuatro, y un empleo como operadora de un call center, en una empresa cuya política de responsabilidad social
consiste en apoyar a mujeres cabeza de familia. Vive con su madre –mujer joven-,
que le ayuda con el cuidado de Érica. Hace un gran esfuerzo por ahorrar para
completar sus estudios universitarios, aunque siente el costo que eso le significa
en el tiempo que deja de ofrecer a su nena. Obviamente, pensar en el futuro
suyo, de su hija y su madre, la estimula a seguir adelante. Los planes que se
anuncian desde la Alta Consejería para la Equidad de la Mujer le producen una
cierta combinación de optimismo y escepticismo.
La historia es inventada, pero no
es artificial. Todos sabemos que el parecido con la realidad no es pura
coincidencia. Ante esto, la primera
pregunta que uno se hace cuando se habla de la equidad de la mujer es: si
conocemos tantas historias como la de Pilar, que nos hablan de la fortaleza y
capacidad de entrega de la mujer, ¿por qué se le considera un grupo vulnerable?
(¡Más de la mitad de la población!) Otra pregunta depende de alguien más, el
gran ausente: el hombre. Tanto el padre de Pilar como el de Érica. Eso ayuda a
contestar la primera ¿frente a quién se busca la equidad, si en la campaña por
proteger a la mujer, cada vez se prescinde más del hombre? Como si el Estado tuviera
que asumir ese rol.
Hay muchas cosas que no se ven con
el prisma de los valores contemporáneos. La primera es que llevamos décadas
eximiendo sistemáticamente a los hombres de la responsabilidad que les cabe en
la construcción de una sociedad estable y equilibrada, y promovemos la equidad
estimulando la resignación en las mujeres: en lugar de invitarlas a que exijan
a los hombre el compromiso que les corresponde, las hemos llevado a una
situación que las aleja de la vida familiar, al tiempo que las sume en una
espiral de pobreza, representada en la dificultad que tiene Pilar para sacar adelante
su carrera, porque debe multiplicarse en tareas en las que debería colaborarle
el padre de la niña. En consecuencia, sufren un detrimento en su calidad de
vida la madre, la hija y la abuela. Los académicos dirían que nos hace falta
una visión sistémica de la sociedad.
Las campañas que, con la mejor
intención, se organizan para proteger a las madres cabeza de hogar, acaban por perjudicarlas a ellas y a sus
niños, que terminan pasando más tiempo en manos de terceros. Se sabe que muchas
mujeres prefieren conservar su soltería porque temen perder la estabilidad del
empleo que les conceden por ser cabeza de hogar. Nos hemos olvidado de la
Constitución, que dice que los niños tienen derecho a una familia (Art. 44). El
problema de la droga depende menos del mercado que de la estructura familiar.
Tampoco vemos que, por proteger a
la mujer, terminamos equiparando las uniones de hecho con el matrimonio formal;
pero al mismo tiempo tenemos un cierto afán por hacer de dicha unión un contrato
desechable. ¿Quién se perjudica más? En realidad los dos, tanto el hombre como
la mujer; pero todavía muchos creen que el hombre es más libre cuando se
desentiende de lo suyo, hasta el punto que su libertad lo lleva a darle a cada
hijo una madre diferente. ¿Y qué diremos del problema de las violaciones que
se pretende contrarrestar con el aborto? ¿Qué se ha hecho para frenarlas, para
entender la raíz del fenómeno? ¿Qué orientación hay para superar el problema sin necesidad de abortar? ¿Qué servicios se les ofrecen luego de la violación y del aborto, ahora que deben afrontar dos traumas tan dramáticos en tan corto tiempo?
Si queremos velar realmente por
la equidad de la mujer, tenemos que entender primero en qué somos iguales y por
qué somos diferentes. La mejor manera de salvaguardar nuestra común dignidad es
reconocer nuestra complementariedad, y mirar de nuevo a la institución que
mejor resguarda las necesidades de la persona en la intimidad: la familia.