domingo, 14 de noviembre de 2010

Lecciones no aprendidas

No hemos aprendido la lección. Es relativamente fácil desentenderse: dado que el problema es intergeneracional, lo más probable es que quienes toman las decisiones hoy no tengan que asumir las consecuencias cuando se presenten los déficits y los reclamos correspondientes.

Me refiero al problema de Seguridad Social. Acabamos de presenciar el amotinamiento popular que enfrentó Francia en reacción a los decretos que se vio obligado a promulgar el Parlamento; mientras tanto, en Colombia se aprobó una Ley que establece la esterilización quirúrgica gratuita, es decir, con cargo a los impuestos de todos los colombianos. De acuerdo con este precedente, ¿debería ser gratuito también el tratamiento para el VIH o el cáncer? ¿No acaba de colapsar el sistema de salud por medidas de esta naturaleza? Lo más curioso es que el tema apenas se mencionó en los medios de comunicación.

Según cifras del DANE, en 1985 había en Colombia 6,86 personas entre los cero y los 20 años por cada individuo mayor de sesenta. Para 2005 esa cifra había pasado a 4,58, una reducción de más del 33% en la proporción entre menores de edad y adultos mayores; esto, sin mencionar el número de desempleados que no pueden cotizar para alimentar el sistema pensional.

El eje del problema es el mismo: los modelos contemporáneos de seguridad social exigen la participación solidaria de las generaciones entrantes en el sostenimiento de quienes se pensionan; sin embargo, la Población Económicamente Activa en la mayoría de los países no alcanza a sostener a los que van abandonando el aparato productivo.  No se entiende cómo ciertas corrientes sostienen  aún la teoría de la superpoblación cuando el mundo entero presencia el colapso del Estado Benefactor, precisamente por la desproporción entre el incremento en la esperanza de vida y los niveles de consumo, comparado con el número de personas que aportan al régimen. La obsesión por garantizar una serie de derechos individuales de reciente creación, que ni siquiera están consagrados en la Constitución, lleva a muchos a desconocer las implicaciones macroeconómicas y de largo plazo de las decisiones tomadas.

Hay una cultura de temor al arribo a las nuevas generaciones, básicamente porque no se entienden como tales, sino como cargas. Los hijos se convirtieron en un derecho individual (ni siquiera familiar); en consecuencia, en las sociedades de consumo los niños ya no son bienvenidos sino deseados (o no deseados). Se han vuelto un elemento más de la canasta de consumo, con la diferencia de que ellos en algún momento pasan a ser también sujetos de derechos (y de conflictos, bajo esta perspectiva).
Lo que no se observa es que la idea de responsabilidad no aparece por ninguna parte, aunque son caras de la misma moneda: derechos y deberes. No se habla de la responsabilidad de formar nuevos ciudadanos, ni de la de contribuir al sistema de seguridad social. Lo que es más paradójico: defendemos el medio ambiente para que lo puedan aprovechar las nuevas generaciones, pero nos da miedo verlas llegar.

Promovemos las innovaciones tecnológicas pero desconfiamos del sujeto capaz de proveerlas. Una nueva vida humana –la única verdadera novedad, según decía Hannah Arendt- supone un riesgo muy alto, y en nuestras sociedades los riesgos se calculan en función de tasas de retorno per capita, no de la espiral virtuosa de promesas que se deriva de una mente innovadora.

Eso guarda una relación directa con el desarrollo empresarial: la base del crecimiento es la actividad empresarial, pero la condición sine qua non de la empresa es el riesgo. Muchos pretenden ignorar esa realidad delegando al “Estado Social de Derecho” y a una cierta concepción de la “Responsabilidad Social”, la tarea que sólo puede concretarse en el trabajo conjunto de la población, organizado en unidades productivas y de servicio.

Correr el riesgo que supone la bienvenida a las nuevas generaciones significa creer en la capacidad de innovación de las personas, siempre que se entiendan éstas como sujeto de derechos y deberes; hombres y mujeres capaces de encontrar oportunidades y soluciones aún en las circunstancias más adversas, tal como lo demostró Chile hace unos días.


Pero para lograrlo hay que entrar por la puerta estrecha; hace falta aceptar los sacrificios propios de la vida familiar y comunitaria

domingo, 13 de junio de 2010

Menos fútbol y más política

A veces uno tiene que escribir guiado por “las señales de los tiempos” si es que espera que la “opinión pública” lo lea. En tiempos de mundiales y campañas electorales no quedan muchas opciones y entre las dos la decisión me resulta sencilla porque mi ignorancia es menor en política que en fútbol; eso explica el título. Claro que hoy puedo decir que la presentación de Shakira me pareció una maravilla.

Sobre la cosa política, igual corro el riesgo de pecar de ingenuo porque, aunque me gustan los asuntos públicos, se sabe que no hago parte de la vida activa de elecciones y partidos; para algunos eso equivale a proponer la formación de la selección de Brasil después de hacer un curso virtual en el SENA. De todos modos me arriesgo.

Después del debate de City TV, me quedó la sensación de que Mockus se hizo a unas cuantas consciencias; Santos, a unos cuantos votos. Es una actitud valiente la de arremeter contra la tradición clientelista del país poniéndola en cabeza de su contendor; el problema es que, entre otras razones, éste tiene esa popularidad justamente porque se apoya en acuerdos políticos que logran “economías de escala”.

También es verdad que de tanto hacer énfasis en las críticas, a Mockus no le ha quedado tiempo para explicar cómo piensa corregir la cultura del atajo, en un escenario particularmente complejo, teniendo en cuenta la participación tan precaria que su Partido en el Congreso. No me imagino quién podría ser su Ministro de Gobierno para que se le mida a semejante potro. No todo es tecnocracia.

Sin embargo, pienso que lo que Mockus no consigue en las urnas si podría alcanzarlo desde la sociedad civil. Unos cuatro millones de votos son un patrimonio político interesante para cualquier líder de opinión. Me da la impresión de que el profesor sabe que ya no se posesiona este año, pero aprovecha el protagonismo que se ha ganado a pulso ante la Opinión Pública para abonar el terreno y sembrar unas cuantas semillas de movilización cívica.

Por ejemplo, creo que su argumento sobre el incremento de los impuestos no es tanto un planteamiento fiscal como una invitación a que los ciudadanos aceptemos la responsabilidad que nos cabe en la solución de nuestros problemas sociales. De hecho, ya puso sobre la mesa el ejemplo de la donación voluntaria del 10% que aplicó durante su Alcaldía.

Si los seguidores de Mockus son consecuentes, tendrían que estar dispuestos a secundar las iniciativas que éste formule desde la oposición cívica. De otra forma, caerían en la misma pasividad que él cuestiona y contribuirían a legitimar ese mesianismo que tanto daño le hace al país, y que consiste en delegar en unos pocos la responsabilidad por los problemas de todos.

En estos tiempos en que hasta la justicia ha caído en tal grado de politización, lo que es ingenuo es pensar que los poderes de la democracia son el ejecutivo el legislativo y el judicial. Como afirma Alejandro Llano, tenemos que empezar por reconocer que las verdaderas fuerzas que rigen estas sociedades de consumo son el Estado, el Mercado y los Medios de Comunicación.  Por tanto, el verdadero cuarto poder tiene que ser la sociedad civil, si es que realmente aspiramos a consolidar una democracia. En ese terreno Mockus tiene autoridad moral para exigir y talante para movilizar.

Para concluir con el mismo Llano, “en realidad, no hay más libertades que las que uno se toma (…) el actual discurso sobre la sociedad civil parece con frecuencia referirse a una tierra de nadie de la que siempre cabe sospechar que es de alguien muy determinado. (…) El intervencionismo estatal llega tan lejos como se lo permite la irresponsabilidad ciudadana, aletargada por un consumismo que –según dice Daniel Bell- redefine los lujos de hoy como necesidades de mañana”.
[1]



Ahi ta.



[1] Referencias tomadas de Humanismo Cívico, de Alejandro Llano. Ariel, Barcelona, 1999.

sábado, 6 de febrero de 2010

Haití, o la solidaridad extraordinaria

Juan Pablo II decía que el sufrimiento ajeno es la oportunidad que tenemos para aprender a ser solidarios. Lo acabamos de vivir con la tragedia de Haití. Ante situaciones tan dramáticas parece que se frenara en seco la inercia cotidiana y se dispararan los resortes de la solidaridad social. Por unos días el mundo parece reunido en torno a una causa común. Ante la tragedia todos quisiéramos aportar un grano de arena.


Pero llegó un momento en que se restringió la recepción de aportes en especie y se pidió que únicamente se hicieran donaciones en efectivo. Entonces la solidaridad quedó al alcance de los que tenían posibilidades económicas. Son las reglas de la solidaridad extraordinaria.

Los muertos serán enterrados; los enfermos atendidos; los edificios reconstruidos, y tal vez hasta se proporcione un nuevo diseño a la ciudad; con el tiempo, se dará vuelta a esta página de la historia. Pero las condiciones crónicas de la pobreza de Haití muy probablemente persistirán, tal como sucede en nuestras propias sociedades.

Todos sabemos que el drama de Haití no se inició con el terremoto: la gravedad de la situación se debe en parte a que nos vamos acostumbrando a la miseria generalizada de un pueblo, enraizada en factores de orden moral, político, económico, etc.. Es como si hubiera sido necesario un desastre natural para que el planeta volviera por unos instantes la mirada a este país; entonces recordamos que, en buena medida, la magnitud del problema se debe al abandono crónico de sus gentes.

Sin embargo, también la solidaridad ordinaria tiene un término: las donaciones económicas pueden volverse asistencialistas. El límite no está tanto en la capacidad del que quiere ayudar, cuanto en la complejidad del problema, en razón de la mayor o menor posibilidad que tenga “la víctima” de tomar parte en la solución: no se pueden asumir las responsabilidades de los otros.

Llega un momento en que nos preguntamos si, además de ofrecer una oración, podríamos hacer algo más por los que sufren, especialmente si los padecimientos son espirituales más que materiales; si las carencias se deben a vicios propios más que a condiciones externas. De hecho, deberíamos cuestionarnos si en determinadas circunstancias no tendrá mayor impacto una oración que un aporte material. En ese caso la solidaridad queda al alcance de todos. Alguien dijo: “más que en dar, la caridad está en comprender”.