Un amigo me recomendó un artículo
de la revista Vanity Fair de enero,
en la que se analiza el estancamiento de las formas artísticas y culturales en
Estados Unidos durante los últimos veinte años (Yousay you want a devolution?). El autor sugiere que –con honrosas
excepciones- la moda, los vehículos, los cantantes o las películas presentan el
mismo patrón de diseño desde la década del noventa. De acuerdo con esto, si hoy
viéramos a una persona vestida al estilo de los noventa, no nos parecería
desactualizada o desadaptada, contrario a lo que sucede cuando vemos nuestras
fotos de los sesentas o setentas.
El autor –Kurt Andersen- encuentra
en este fenómeno dos grandes paradojas: la primera, el afán del ciudadano
promedio estadounidense por mostrar su autenticidad, lo cual termina por
reflejarse en la cultura del consumo en la que, en realidad, todos buscan lo
mismo. La segunda, relacionada con la anterior, consiste en que la industria de
consumo masivo busca estabilidad y predictibilidad para poder conservar sus
niveles de producción. En consecuencia, se afecta la innovación.
Las políticas públicas juegan un
papel muy importante en todo este comportamiento: vemos cómo entre los tomadores
de decisiones, columnistas y académicos aún se discute la vieja disyuntiva
entre intervención estatal y libre mercado, históricamente simbolizada por la
disputa entre Keynes y Hayek. Pero no hemos tomado nota de la crítica de algunos
filósofos al respecto, los cuales dicen que en realidad no hay mayor diferencia
entre uno y otro, porque ambos se basan en una cultura materialista de consumo.
Tal vez porque son filósofos no se les presta mucha atención. En su obra sobre
el interés, la ocupación y el dinero, Keynes sostiene que el consumo es la
finalidad última de un sistema económico. ¿Realmente es así? A continuación
algunas consideraciones.
Si nos pensamos como consumidores
antes que como empresarios, tendemos a la homogeneidad, porque el motor del sistema
no es tanto la producción y disfrute de los bienes cuanto el afán de emulación
de patrones sociales. Con esto se desestimula el riesgo, que es condición sine qua non del emprendimiento, porque
si me concentro exclusivamente en garantizar mi bien-estar, lo primero que
busco es proteger mi patrimonio, invirtiéndolo en papeles y no en el sector
real. Así es como surgen las burbujas especulativas, mientras la economía cae
en un estancamiento crónico porque es mucho más dispendioso echar a andar el
encadenamiento propio del aparato productivo que generar una oferta de papeles
en el mercado secundario.
En estos términos, el riesgo de la
innovación en el sector real no reside tanto en el mercado como en la necesidad
de encadenamiento: de nada sirve la producción de partes para vehículos si no
se cuenta con el proceso de ensamble. En otras palabras, para que un sistema de
innovación sea efectivo no sólo es necesario incentivar la producción científica
sino la disponibilidad de toda una cadena de valor, y sabemos que en una
economía altamente especializada un mismo operador no produce ambas cosas: el
riesgo lo debe tomar más de un agente.
¿Estamos diseñando políticas
públicas que favorezcan la asunción de riesgos y proporcionen a los
emprendedores mecanismos para recuperarse de los errores? ¿Se ha tenido en
cuenta este factor en el diseño de la política de emprendimiento? ¿Tiene dicha
política el mismo peso que la destinada a atraer inversión extranjera, dirigida
sobre todo a los sectores primarios de la economía? ¿Qué implicaciones tiene
esto en un país en el que más del 80% del empleo proviene de la iniciativa de
micro, pequeños y medianos empresarios?
¿Qué papel juega el encargado de la política pública para sacar a los agentes institucionales y de mercado de sus posiciones de comodidad, de modo que realmente se decidan a innovar? El artículo de Andersen constituye una importante alarma también para el caso colombiano, al momento de pensar en la Enfermedad Holandesa, o en eso que paradójicamente hoy llaman “la maldición de los recursos”.
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